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ENCUENTRO, DESPUÉS DE 50 AÑOS



DESPUES DE 50 AÑOS, LOS BACHILLERES
DEL COLEGIO SARACHO, PROMOCION 74,
NOS VOLVEMOS A ENCONTRAR


Por Humberto Apaza Orozco


Ya son pocos. Cuando egresamos bachilleres estábamos muchos, más de 50 en cada curso. Después de salir del colegio, nos fuimos al cuartel y después nunca más volvimos a vernos. Algunos se murieron. Otros se fueron al interior del país, a estudiar, a trabajar, a mejorar su economía, a tener familia. Algunos tuvieron la suerte de viajar al exterior y se quedaron allí.


A pesar de la distancia y a pesar de la indiferencia de algunos, hoy volvemos a encontrarnos. Es posible que sea la última vez. Es posible que tengamos más oportunidades, pero hoy, queremos rendirle homenaje a nuestro querido Colegio, a aquellos profesores que se esforzaron por darnos lecciones de historia, geografía, literatura, matemáticas, física, química, educación cívica, ciencias naturales y tantas otras materias.


En 1974, había un acto de promoción. Era una acontecimiento sencillo y fugaz. No había anillo de oro. No habían padrinos y, en algunos casos, no había ni siquiera padres ni madres ni hermanos ni hermanas.

 Un pequeño ramo de flores de la madrina de bautizo y se terminó todo. El diploma de bachiller era lo más importante. No había fiesta de promoción como en estos tiempos. No habían padrinos de cerveza ni de local. Tampoco se exigían cuotas ni aportes. No habían personas vestidas con chalecos verdes policiales para hacer seguridad en las calles. Eran otros tiempos, donde nuestra única obligación era estudiar, aprender puntualidad y responsabilidad y todos los días debíamos obtener las mejores calificaciones para egresar bachilleres. Cada uno se esmeraba para lograr un diploma. Había una competencia de quién era mejor que el otro, por conocimiento o por hacer deporte.


Había competencia para ser líder del colegio, como el caso de Eduardo Pardo. Juan Terán no se quedaba atrás. Otros eran calladitos. Juan Carlos Tórrez se dedicaba a cantar y tocar la guitarra en cualquier momento de descanso. Walter Gómez tenía una mirada atenta de lo que hacíamos. Juan Vargas Céspedes era mi compañero de curso de verdad y cuando íbamos a la Ranchería, siempre había una mokhola (un refresco de durazno seco) y un chorizo con pan. Era una delicia y cuando se debía estudiar, teníamos que buscar un lugar agradable, como el parque Avaroa, donde no solo estaban los enamorados. También habían estudiantes que dedicaban su tiempo a leer cuadernos y libros. Y cuando había que rendir homenaje a la Bandera de Bolivia, teníamos que cantar el himno a la rojo, amarillo y verde. No había wiphalas cuadriculadas y en los desfiles el civismo era el primer ingrediente. Los mejores alumnos llevaban el estandarte, acompañados por rompefilas, mientras que por delante había una banda de música con la vestimenta elegante donde resaltaba el rojo y el negro y tres alumnos que portaban las bandas de comprensión, cooperación y superación.


Me llamó la atención la presencia de Julio Castellón Ledezma, un estudiante que vivía en el Hogar Zelada, pero cuando jugaba fulbito ningún arquero podía atajar las pelotas. Era un jugadorazo de selección y gracias a su esfuerzo se dedicó a estudiar derecho. José Antonio Lira era basquetbolista, de los mejores. Angel Orosco Ramos fue el único que me encaminó a creer en Dios, a pesar de las tentaciones políticas de los comunistas que decían lo contrario. Era la época de preparar la revolución y de luchar contra la dictadura de Hugo Banzer Suárez. En la oscuridad, se hacían las reuniones de preparación doctrinal y filosófica de quienes realmente querían seguir los caminos del Che Guevara, que ya estaba muerto, pero luchar por la libertad era primero. Después de salir bachiller del 74, tuve la suerte de encontrar al mismísimo dictador, Hugo Banzer en el Gran Cuartel de Miraflores.

 Estábamos a un paso: él ingresaba al furrielato (lugar donde se guardan las municiones y metralletas) y yo era el furriel que tenía que darle parte de las novedades, firme y de frente. En mi mente, tenía la tentación de matarlo y de inmediato surgía la respuesta con las consecuencias. Banzer era presidente y yo un simple soldado que estaba ahí para lograr la libreta de servicio militar en 1975. Era el Regimiento Ingavi 4 de Caballería. El comandante del escuadrón era Rolando Miranda Ocampo, un capitán que parecía tarzán con uniforme.


Ahí logré caminar las calles de La Paz, el Barrio Miraflores, El Prado, el mercado Lanza, el mirador de Laicacota, Mallasa, Mallasilla, lugar donde hacíamos práctica de tiro con fusiles que funcionaban como metralleta. Ahí encontré a Juan Vargas Céspedes, mi compañero de colegio y de escuadra. Cada fin de semana, él era el único apoyo para llegar hasta la calle Sagárnaga, donde había un antiguo tambo lleno de frutas que llegaban de Yungas y donde una tía nos acogía y nos permitía descansar e ir a almorzar o a cambiarnos el uniforme militar por el de civil. Desde entonces, han pasado 50 años y nunca más lo volví a encontrar, más que en el facebook, hace menos de un año, con un mensaje de "hola, te acuerdas de mí". Claro. Eres Juan.


Qué tiempos aquellos.
Viva el Colegio Saracho, en los 83 años de su existencia. 
 

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